Obama en la Rambla (o un deseo para el nuevo año)

EEUU EN ESPAÑA

Barack Obama se quedó quieto, inmóvil, pensativo en la Rambla de Barcelona. Y los transeúntes deambulaban ajenos a él, a sus pensamientos, a sus reflexiones sobre la bondad y el azar. Así lo narra el mismo Obama en el libro Los sueños de mi padre, publicado en 1995 antes de que llegara al Senado. Es su obra más personal, su obra menos teñida de marqueting político.

"Hasta que me di cuenta que aquel hombre de Senegal me había invitado a un café y ofrecido agua, y eso era real, y quizás eso era todo lo que cualquiera de nosotros tenía derecho a esperar: un encuentro al azar, una historia compartida, un pequeño acto de bondad".

Obama dedica algunas líneas a su visita a España, una visita humilde y de mochila. No habla de flamenco, ni de fiesta, ni de tapas. El joven político escribió sobre su breve amistad con un subsahariano que vino a España en busca de una vida mejor.

"¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo. Sólo era otro hombre hambriento lejos de su hogar, uno de los muchos hijos de las colonias colándose entre las barricadas de sus antiguos amos, organizando su propia y azarosa invasión de harapos. Y, sin embargo, mientras caminábamos hacia las Ramblas, mi impresión era que lo conocía de toda la vida; como si ambos hiciésemos el mismo viaje, aunque hubiésemos partido de lugares opuestos del planeta. Nos despedimos. Yo estuve mucho tiempo parado en la calle, viendo como se alejaba su figura delgada y patizamba. Una parte de mí deseaba acompañarle en una vida de caminos abiertos y mañanas azules. Otra parte de mí se percataba de que ese deseo era una idea romántica y parcial".

Había conocido a ese miraje, ese senegalés sin nombre, unas horas antes en una de las paradas del autobús nocturno con destino Barcelona.

"Yo esperaba el autobús nocturno en un bar de carretera entre Madrid y Barcelona. Unos pocos hombres bebían vino en vasos pequeños y sucios. Había una mesa de billar y por alguna razón me puse a jugar. Un hombre vestido con un fino jersey de lana apareció de ninguna parte y me invitó a un café. No hablaba inglés. Y su español no era mejor que el mío, pero tenía una sonrisa que daba confianza y la urgencia de alguien que necesita compañía".

"En aquel bar me contó que era de Senegal y que recorría España en busca de trabajos estacionales. Me enseñó su fotografía gastada que llevaba en su cartera: una chica joven de mejillas redondas. Su mujer, me dijo. Tuvo que dejarla en Senegal para venir a España. Planeaba reunirse con ella en cuanto ahorrase el dinero. Al final viajamos juntos a Barcelona. Ninguno de los dos hablaba mucho. Él intentaba explicarme los chistes de un programa que proyectaban en una pantalla de video encima del asiento del conductor".


"Poco antes del amanecer nos apeamos en una vetusta estación de autobuses y mi amigo me hizo señas para que le siguiera hasta una palmera pequeña, de tronco grueso, que crecía junto a la carretera. De su mochila sacó un cepillo de dientes, un peine y una botella de agua que me entregó con gran ceremonia. Nos aseamos juntos, entumecidos por el relente, antes de ponernos los macutos al hombro y caminar hacia el centro de la ciudad".

Quién le iba a decir al hombre del Senegal que ese día compartió su pasta de dientes con el presidente número 44 de los Estados Unidos. Quién sabrá dónde está ese amigo anónimo de Obama.

¿Se acordará el hombre senegalés de Obama? Que más da. Esperemos que, por lo menos, Obama sí que se acuerde de su amigo anónimo. Que se acuerde de él cuando consensúe, decida, legisle. Esperemos que sí.

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